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La pesca

Gualberto, quien contaba con la edad y la barba de Cristo, era un pecador, pero también un pescador. Un solitario que va caminando en calzoncillos con sal y urea. Luce tostado por largas jornadas bajo la radiación solar en un hemisferio donde amanece al oeste para ocultarse en el este. Él, se ha tatuado una burda sirena en el hombro, de mala calidad, de esos que prontuariados marineros exhiben en bares llenos de viruta y aserrín. Apareció erguido por el lindero del exclusivo club de playa donde los locales habían sido despojados del baño matinal y ahora caminan el doble para darse un chapuzón. Cargaba dos baldes blancos de cinco galones cada uno, balanceándose para hacer el contrapeso. A las señoronas no les molestaba su presencia, solo les irritaba los indecentes calzoncillos. 
A orillas del mar, los niños van armando castillos de arena y son los primeros en acercarse. Con esa innata curiosidad que profesan, le preguntaron que cargaba. Gualberto aprovechó para descansar posando los baldes en la arena. Llevo cangrejos, dijo, dos variedades de ellos. Los niños se alborotaron al observar cangrejos con tinturas rojas y purpuras en uno de los baldes, eran rematados al mejor postor. El otro balde permanecía con tapa. 
Cuando otros jóvenes se acercan, se animan a preguntar por qué uno permanece cubierto y el otro no. La respuesta no tardó: el balde con tapa va lleno de cangrejos judíos, siempre se las ingenian para huir, se apoyan entre ellos y trabajan en equipo para escaparse. ¿Y el otro? Ese es el balde de los cangrejos peruanos, cuando uno está a punto de escapar los otros lo jalan e impiden que se escabulla. No es necesario taparlos, se obstruyen entre ellos.  
<Una exageración con visos de realidad, estamos como los cangrejos: dos pasos para adelante y uno para atrás>.