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El otro Queirolo y el tango sin Gardel

“Dos cervezas heladas”, era el pedido mundano que reafirmaba mi preferencia por esa rubia espumosa. Esto ocurría al tomar asiento como todos los viernes en la mesa que Danilo guardaba para mudar en libertad entre la caja registradora y el bar. Una mesa corta que  presentaba quemaduras de cigarros y cojeaba de una de las patas. El bar colinda a la calle Quilca, a pocos pasos de la plaza San Martín en Lima. Una capital que iba perdiendo su encanto y se tornaba gris  como todos los inviernos.

Es la hora del crepúsculo y pocos prestan atención, el humo de los cigarros va a la par con el fogón del cocinero, donde artistas consumados saltean y guisan potajes y, el olor se abre paso entre el apetito y el hambre. Muchos hombres, muy pocas féminas, dejan el chal, saco y la corbata, y se ponen a tono con la libación. Viernes Bancarios fue el nombre que le di a estas visitas a la Bodega Queirolo, sin trabajar en una entidad financiera, lo hacia para mi padre en una fábrica de pinturas. Casi siempre, los mismos parroquianos dispuestos a pasar una velada agradable, y discutir asuntos de actualidad, deportes o tonterías que no recordabas al día siguiente, por no tener importancia. Acostumbraba leer los periódicos y  me daba ventaja a la hora de iniciar conversaciones y ventilarlas durante las tertulias. 

Danilo es él menor de los Queirolo, un bisnieto de italianos que llegaron con sus tradiciones un siglo atrás. Familias cuyo negocios perduran en el tiempo. Con él coincidimos en donde recalaban los expulsados de otros colegios el último año de la secundaria. A su corta edad, ya trabajaba de noche en el bar e iniciamos una larga amistad. Esta bodega, con más de nueve décadas ( antigüedad es clase), viene con reputación y clientela cautiva. Poetas, artistas, intelectuales y curiosos llegan a beber y comer potajes criollos. Me volví asiduo de los viernes y entablé amistades en un local detenido en el tiempo. Con mucha gente interesante e historias que contar, yo prestaba oídos a la sugerente atracción que producía la lúcida experiencia de los años. 

Casareto era su apellido y así lo conocí sin saber el nombre de pila. Infaltable en el bar, se ganaba la vida cantando tangos con voz áspera y gran sentimiento. De mundo, cultura y experiencia, andaba envejecido y arruinado, pero conservaba la chispa y el encanto de un dandi con  colonia. Vestía ropas ajadas en pulcritud, calzaba zapatos viejos lustrados en afán. Era indudable que había gozado de buena pinta, ojos verdes de gato pardo y una gran sonrisa, bohemio y jaranero, miembro de esa casta de hombres que las mujeres adoran, pero nunca consiguen domar. “Vive la vida, sobrino, que nadie te quita lo bailado”, me dijo, para completar con una emotiva confesión: “He vivido una buena vida, pero voy a morir solitario porque no tengo a nadie, ni un perro que me ladre”. En ese momento pensé que se estaba poniendo sentimental y no le presté más atención. 

Ladrillo se llama el tango que me gustaba escuchar, el mismo que cantó en su momento Carlos Gardel. Casareto vivía intensamente su interpretación y alguna vez vi brotar lágrimas al terminar de cantar. Él me recomendó la película argentina Los muchachos de antes no usaban gomina y el clásico tango Tiempos viejos. Cuando tenía dinero extra me gustaba compartir y le daba una propina para que beba el último copetín. Un viernes escuché que estaba en el hospital, un hígado maltratado por los excesos había colapsado. No me fui a despedir, pero perdura en la memoria ese cantante de tangos inmortales. Otro personaje que conocí fue el Beto, carterista que trabajaba en el centro de Lima. Llegaba a beber en el bar y no a laburar (él estaba advertido). Sabías que había encontrado una billetera gruesa cuando pagaba varias rondas de cerveza y, cuando la lengua aflojaba se vanagloriaba de unos dedos pegajosos. 

Como corolario de la actividad entre cerveceros comencé a jugar al cubilete. Callao, tortuga o Burdel, eran juegos de pequeñas variaciones donde la suerte es el principal dirimente. Casi siempre apostamos por la reposición de la cerveza y, si estabas en tu noche, podías sufrir un gran embotellamiento, sin meter la mano al bolsillo. “Puerto Rico, Las Vegas”, decía Pajarito después de una buena racha. Aparentaba haber andado por casinos y respiraba timba por los poros, mientras se transportaba a noches de suerte infinita, cuando el dinero ingresaba a raudales, aunque ahora, iba alicaído . 

 Jugaba al cubilete con la suerte de mi lado, aliada, mi ganancia iba amontonada en la mesa mientras bebía cerveza, alardeaba, los ocasionales timberos eran algunos conocidos del bar. Al tratar de realizar un truco recién aprendido, los dados cayeron al suelo, dispersándose. Me agaché a recoger para descubrir que en ese lapso mi dinero había desaparecido. Los tres jugadores negaron lo evidente, el billete ausente, mirándose solapados aparentando inocencia. Me retiré molesto, sintiéndome iracundo con el engaño, para que los tres “amigos” pudieran repartirse el botín. 

Luego, con el pasar del tiempo, se introdujo un juego más cerebral llamado Dudo, o Dados Mentirosos, en el que la habilidad con los números puede hacerte triunfar. Empezaron los campeonatos y, sin ser un excelente jugador, tuve noches estelares en las que terminé dominando el juego, levantando mi ego. Se cambio la bebida, dejamos la cerveza y empezaron los chilcanos de pisco. 

Entraban y salían los visitantes de la noche, cantando llegó borracho el borracho se acercó uno de ellos. Él famoso Cucharita entretenía con malabares de equilibrista por unas monedas, niños que vendían cigarrillos, chicles y caramelos, jóvenes ofreciendo cosas robadas, libros usados y revistas porno, ancianos pidiendo limosna, también mujeres pintarrajeadas buscando abrigo en las noches del damero limeño. Todo lo que puedan imaginar entraba y salía de esta bodega, mi favorita.