Pedro, el tiburón

Sentado con los pies cruzados, Pedro, en un transporte público, va rumbo a la Plaza de Armas de Lima —lugar donde, durante la colonia, se exhibía el poderío bélico español. Pedro se desempeña en un oficio poco ortodoxo, que, en realidad no es un oficio, sino un acto delincuencial que efectúa exitosamente con las falanges. Todos los comunes mortales contamos con tres: falange, falangina y falangeta, excepto Pedro; él cuenta con una adicional. Esta peculiaridad, aún sin nombre científico, complementada con largos brazos, lo dotan corporalmente.

Pedro, vestido de blazer y zapatos finos, cara redonda y una sonrisa que inspira confianza, intenta ocultar las manos, mientras esconde una licenciosa actividad. Para su círculo más íntimo, ya era «el Tiburón»; pendón de predador que él lleva con falso orgullo. En una fecha histórica, celebración al Primero de Mayo —triunfo social a las ocho horas de labor; lideres sindicalistas rinden homenaje a la Unión de Trabajadores—, Pedro no tiene interés en el evento, solo aprovecha la protección de la muchedumbre en un domingo soleado. Su irregular recorrido entre las masas oscila como las olas del mar: secuencias largas, medianas o cortas, que desaparecen para volver a empezar. Tras hurgar varios bolsillos, consigue apoderarse de una cartera conteniendo pocos soles —la unidad monetaria peruana—. Luego, en la iglesia, deja un diezmo; su conciencia se tranquiliza, dando por descontado el boleto al cielo.

La Plaza San Martín, céntrica en Lima, cuenta con una estatua ecuestre del Libertador. Fue erigida para conmemorar el centenario de la Independencia, y da paso a la arquitectura de influencia francesa que conecta los bulevares con las plazas. El Jirón de la Unión es un paseo público, adornado con mosaicos y elegantes faroles, cuyas vitrinas son visitas por públicos de diversos estratos, convirtiéndose, así, en la versión limeña de la Quinta Avenida, en Nueva York.

Algunos empleados públicos se visten de trapos refinados; y gastan el salario ganado con el esfuerzo de burócratas complacientes. Cuando Pedro divisó a una pareja madura vestida con soltura, se puso en alerta. El hombre lleva del brazo a la novia presumida, y ella, con la sonrisa impostada, mueve la cadera en exceso, con sensualidad, reluciendo tanto como sus joyas. A Pedro solo le tomó escasos segundos tasar las alhajas y decidió seguirlos. El susodicho, de saco y corbata, pelo corto y gomina, conversa distraído cuando, súbitamente, voltea y desanda sus pasos; algo ha captado su atención. Decide dejar una propina al mendigo que había incitado su compasión, o solo pretendía lucirse ante la dueña de su atención. Pedro los dejó pasar y, al escuchar una lengua que no logra identificar, se relamió de codicia y fue tras ellos, como un predador al acecho en jungla urbana. La pareja se detuvo para saborear un helado, y Pedro confirmó su sospecha: el fulano portaba una billetera gruesa que custodiaba al lado izquierdo del saco. Trazó un plan; tendría que chocar con él pretendiendo una distracción. Dio media vuelta para colocarse en posición, ejecutó el movimiento y, tras el choque de hombros, la billetera cambio de propietario. Se deshizo en disculpas, representando el papel que ya había perfeccionado: la de un transeúnte avergonzado. Luego caminó presuroso; esperaba oír el grito de «¡ladrón!», que, felizmente, nunca llegó. El botín fue cuantioso.

Pedro tuvo la poca fortuna de crecer en los Barracones del Callao —el Callao es el territorio geopolítico del más importante puerto peruano—, un barrio marginal de mala reputación; casuchas construidas de material reciclado que, de a pocos, irían adquiriendo estructuras de cemento. Cuando cumplió quince años, ya había sustraído billeteras, luego un pariente de escaso talento le sirvió de mentor, y fue ganando experiencia. «Tiburón» fue el sobrenombre que el mestizo de rasgos finos se había otorgado; su madre había gozado brevemente con un marinero italiano, y, tras el romance, brotó la semilla. Creció sin una figura paterna, y una madre que se ausentaba con frecuencia, pero llevaba en la sangre a la camorra napolitana. Mientras que el país se iba a la deriva con una dictadura militar de izquierda, algunos jóvenes hallaban solaz en el consumo de pasta básica de cocaína. Los pocos conocidos que realmente le importaban iban camino a la adicción; el detestaba el tóxico humo y ver a los zombis encender la muerte lenta. Pedro gusta del alcohol, pero aborrecía las drogas. Solo existía una droga con la cual se despachaba: la adrenalina.

Para el carterista, la afluencia de público es una ventaja, cuanto más atiborradas se encuentren las calles, se acrecientan las chances del éxito; por ello, el trasporte público es su lugar preferido para hurgar en lo ajeno. Pedro subía a los micros bien vestido y con su verbo florido, carisma y cierta educación; iba disfrazado de inocencia para apoderarse de lo que ya contaba con dueño. En sus inicios, tuvo momentos tensos cuando era cogido in fraganti, pero siempre salvaba la situación; levantaba la voz, ofendido, luego bajaba del autobús y se alejaba con paso acelerado tras la dosis de adrenalina.

Entre sus colegas, salido de otras canteras, se encontraba Canito, un flaco desgarbado, sin más atributos que la sangre fría y dedos pegajosos. Llegaron a conocerse por la causalidad del destino cuando, en un bus lleno, intentaban sus jugarretas: ambos atracaban a la misma víctima, y Canito se adelantó. En una rápida confrontación, ambos descubrieron una afinidad de lobos solitarios; pero comenzarían a actuar en equipo. El factor distracción fue el aliado para la asociación ilícita, viendo cómo sus ingresos se incrementaban. Pero duró muy poco; pronto ambos se acusaron de engañarse en las repartijas, y dejaron la sociedad de responsabilidad limitada.

Pedro tenía dos pasiones en la vida: el fútbol y las mujeres. En la niñez, mostró condiciones en el puesto de guardameta; con sus largas extremidades se lucia atajando imposibles, pero no perseveró, y el talento se fue desvaneciendo entre pichangas de fines de semana. Aunque nunca dejó los estadios, siguió hinchando por su equipo: el Sport Boys del Callao. El campeonato peruano había culminado con su equipo en el segundo puesto; estuvo muy cerca de coronarse campeón, pero Pedrito Ruiz, un extraordinario futbolista, fue primordial para la victoria del Unión Huaral. Pedro había asistido a esa gran final, y, triste, se consoló con algunas billeteras. Pedrito Ruiz pudo haber destacado en un equipo grande de Europa, pero no llegó al extranjero por su temor de subirse a los aviones.

El mundial del 78 en Argentina fue la oportunidad para que Pedro viajara al extranjero por primera vez. Seguiría a su selección mientras hurgaba en los bolsillos de los fanáticos. Al llegar a Buenos Aires, el tiburón eligió la calle Florida, la peatonal más famosa; ahí, entre el exaltamiento de los aficionados con sus equipos en la brega, celebró el triunfo contra Escocia. Pedro, pretendiendo ser un hincha más, laburó para hacerse de billetes, cuyo valor descubriría al recibir el pago en las casas de cambio. Terminada la participación del equipo peruano con una goleada en contra, Pedro daba fin a su primera experiencia internacional, con los bolsillos llenos y absoluta libertad, para ir en búsqueda de nuevos horizontes; cruza el charco hacia el hemisferio norte. Pedro trabajó en varias ciudades y, aparentemente le iba bien; golpeaba y se movía con rapidez.

Luego cambiaba de ciudad. Conoció guapas mujeres, de todas las razas y colores, las agasaja dilapidando el dinero para gozar la dolce vita hasta desaparecer sin dejar rastro. Mezclaba el placer con los negocios y era generoso con el dinero mal habido.

Viajó por Europa en buses, trenes y aviones. Ya había sido fichado por la Interpol, pero volvió a las calles ante la falta de pruebas. El exceso de confianza le hizo cometer un error, y terminó preso cuando un agente de paisano lo atrapó con las manos en la cartera, el pasaporte y otros documentos de una turista distraída. Le fue imposible esquivar a la justicia. Ahora espera su juicio mientras se distrae jugando fulbito dentro del penal.

Durante el siguiente mundial, el de España 82, se encontraba recluido en el centro penitenciario de Madrid, donde era el arquero más solicitado, y, ahora, se reúne con el bando de los latinos para hacer fuerza contra los europeos. Mientras Italia se coronaba campeón, Pedro permaneció encerrado; para salir en libertad antes de México 86.

Elegir ser carterista es una mala decisión, los riesgos son altos y las horas muy largas.